TALLER DE ECO-PALABRAS. TALLER DE ECO-COMUNICACIÓN
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El Taller tiene como objetivo ofrecer a los participantes la posibilidad de aplicar las buenas prácticas de eco-comunicación al día a día. Los ámbitos a los que se presta atención son múltiples: desde las interacciones de la vida diaria a las diversas formas de comunicación pública, desde el lenguaje publicitario al contexto más general de las imágenes.
Sobre el concepto de “Contaminación de la palabra”
(extraído del segundo capítulo de “Ecología del pensamiento. Conversaciones con una mente contaminada”, Einaudi, Turín, 2023):
“Las palabras que escuchamos durante la infancia, cuando nuestras identidades son frágiles y están en fase de construcción, nos dejan marcas imborrables, tanto para bien como para mal. Es como si esos flujos de palabras que habíamos oído cuando éramos niños se convirtieran en una especie de envoltorio mágico e intangible que nos acompañará durante el resto de nuestra existencia, a modo de armadura invisible, dentro de la cual viviremos felices y nos sentiremos protegidos o, por el contrario, permaneceremos atados y seremos prisioneros, incapaces de responder, víctimas petrificadas de la violencia reiterada a la que estaremos expuestos. Por decirlo de otra forma, las palabras que escuchamos de pequeños son un destino, en el sentido de que inspirarán y conformarán tanto las palabras a las que prestaremos atención cuando nos hayamos hecho adultos como las que aprenderemos a pronunciar. Es la familiaridad –el hecho de que nos suenen, juntas– lo que proporciona solidez a un recorrido, un fluir de palabras y pensamientos. Es la costumbre de la alegría, la felicidad, el éxito y la preocupación por los demás o, por el contrario, el hábito de la violencia verbal, la invisibilidad, las humillaciones y los juicios. El problema reside en el punto desde el que observamos cada una de nuestras experiencias, que se encuentra siempre dentro de nosotros. Dicho de otro modo, si estamos habituados a ser denigrados, maltratados y humillados, acabaremos viendo esa situación como algo normal, o lo que es lo mismo, no la catalogaremos de “humillación” o “maltrato”. Es el hecho de que nos resulten familiares lo que convierte esas sensaciones en “normales” y lo que las transforma en invisibles para el sujeto que las sufre. Una vez que se han vuelto invisibles para el sujeto, dichas condiciones –pese a presentarse como extremas cuando se observan desde fuera– se transforman en una especie de jaula de acero de la que parece casi imposible escapar. La imposibilidad de fugarse se acrecienta aún más, si cabe, porque el guardián, salvaje e implacable, se ha instalado dentro de nosotros. En otras palabras, somos el peor enemigo de nosotros mismos. El enemigo está dentro. Los actos de sabotaje más destructivos –y los que tienen mayores probabilidades de éxito– son los que ideamos nosotros mismos. Pero este es un trayecto largo y silencioso que se recorre desde la infancia hasta la edad adulta.
Todo se inicia a partir de las palabras y los pensamientos de alguna otra persona, palabras y pensamientos que escuchamos y de los que nos nutrimos a una edad en la que es imposible decir que no. Nos volveremos a encontrar en esta misma actitud de sumisión, en una idéntica postura de consternación, cada vez que, durante la vida adulta, oigamos a alguien pronunciar esa misma secuencia de palabras dirigida a nosotros. Si las palabras de nuestro padre fueron tóxicas y venenosas, quedarán almacenadas en nuestra memoria inconsciente y en cada ocasión en que otro varón adulto diga vocablos similares, resonarán dentro de nosotros, dejándonos como petrificados y petrificadas, y volveremos a adoptar, como si fuéramos víctimas de un conjuro terrorífico, aquella misma postura de sumisión con la que las escuchamos la primera vez. Se producirán así situaciones improbables e hilarantes en las que nos hallaremos a nuestro pesar, siendo ya adultos. Habrá un fontanero que nos atacará y nosotros, en vez de mandarlo a freír espárragos o ponerlo en su lugar educadamente, nos acurrucaremos y aguantaremos su violencia verbal, porque no estamos contestando al fontanero, sino que, de nuevo y por centésima vez, respondemos aterrorizados a nuestro padre, congelados eternamente en el trauma repetido que causaron aquellas lejanas palabras. Habrá partes de nosotros –adultas y conscientes– que mostramos en el mundo y otras partes de nosotros –infantiles y aterrorizadas– que haremos todo lo posible por ignorar. Pero el trauma pide que lo escuchen, solicita el encuentro y el abrazo con el resto de la subjetividad. De lo contrario, pasa a ser un tirano implacable, un déspota invisible e indiscutido en cada una de nuestras interacciones. Sin embargo, ¿puedo y quiero ser sólo y exclusivamente mi trauma o mis traumas durante todo lo que me quede de vida? ¿Existe la posibilidad de que yo sea otra cosa u otra persona? Stefano De Matteis (2021, p. 11) plantea a este respecto una metáfora interesante para comprender cómo la vulnerabilidad que proviene del sufrimiento puede convertirse en objeto de una elección consciente: “El dilema de la langosta –dice este estudioso– consiste justamente en eso: desembarazarnos de nuestras corazas, entender cuándo son provisionales, dejar de atrincherarse en las certezas que ahora únicamente causan padecimientos y exponerse al riesgo, teniendo el valor y la fuerza para escoger la vulnerabilidad. Una vulnerabilidad que resulta ser un momento de fuerza extrema y fundamental. Un paso decisivo. Ya que produce el cambio y constituye el preludio para la reconstrucción de una nueva vida”. Y, a propósito del concepto de límite, De Matteis añade: “El límite es el mundo implícito que está a nuestra disposición, y la forma explícita de posibilidad que tenemos para superar nuestra finitud. Volviendo a la metáfora inicial: la coraza de la langosta forma parte de “su” naturaleza; el límite, por el contrario, es una parte integral de “nuestra” naturaleza cultural y sirve para hacernos hombres (ibid., p. 81) y mujeres.”
Sobre “Las buenas prácticas de eco-conversación”:
(extraído del segundo capítulo de “Ecología del pensamiento. Conversaciones con una mente contaminada”, Einaudi, Turín, 2023):
El arte de responder a la “verdadera” pregunta
“En la vida cotidiana sucede a veces que escuchamos preguntas o somos testigos, sin querer, de trozos de conversación en el transcurso de los cuales un sujeto afirma algo, queriendo decir sin embargo otra cosa muy distinta. En tales circunstancias, para ser eficaces, hace falta escuchar con el oído interior, porque es posible que no baste con guiarse por el mero sonido físico de las palabras. El oído interior es esa extraña disposición de ánimo que permite escuchar entre líneas los susurros de las conversaciones, que ofrece la posibilidad de ir más allá y ver detrás de las palabras pronunciadas por el otro, mostrándonos sus intenciones reales. Poner en práctica esta capacidad de escucha constituye el remedio más efectivo para evitar el desarrollo de comunicaciones patológicas que, de otro modo, resultarían inevitables. De hecho, el interlocutor –que dice A, pero quiere decir B– crea una ambigüedad semántica, una contradicción interaccional que de por sí se prestaría claramente para iniciar una conversación de índole patológico, pero a veces sucede un pequeño milagro: quien escucha consigue esquivar el golpe, contestando precisamente la verdadera pregunta. Un ejemplo que puede ayudar a ilustrar esta dinámica lo encontramos en la película “Tengo algo que deciros”, dirigida por Ferzan Ozpetek en 2010. En una escena central de la cinta, la abuela de Tommaso (interpretada por Ilaria Occhini) dice a la fiel criada de la casa, que se le ha acercado con un gesto de afecto: “Pero mira que eres fea” y la joven criada, en lugar de ofenderse, le contesta “Yo también la quiero, señora.”. Es como si esa joven criada supiera hablar el delicado idioma en el que se expresa esta sabia, pero hosca señora que, en vez de transmitir su cariño, sólo consigue decirle “mira que eres fea”. Aunque podría parecer un diálogo entre dos mujeres locas, en realidad es un diálogo profundo en el que, entre la pregunta y la respuesta hay otros fragmentos de conversación silenciosa en los que se ponen de manifiesto las partes menos visibles de la personalidad de las dos interlocutoras. Lo que decimos mediante palabras no siempre coincide con nuestros sentimientos y el concepto de mentira no basta para describir estos casos. No se trata, en realidad, de mentir, sino más bien de “hablar mal”.
El arte de responder a la verdadera pregunta hace posible que contestemos realmente a nuestro interlocutor, y sobre todo que lo hagamos de forma efectiva, pero requiere in primis un acto de empatía y comprensión por nuestra parte. Es decir, se trata de hacernos siempre algunas preguntas a nosotros mismos antes de verbalizar nuestra contestación: “¿Qué problema tiene? ¿Por qué sus palabras transmiten tanta agresividad hacia nosotros?”.
En un espectáculo teatral de gran éxito, la cómica siciliana Teresa Mannino cuenta su experiencia con la familia cada vez que vuelve a Sicilia y, entre risas y un guiño, nos recuerda que su delgadez y esbeltez constituye para todas sus tías, sus abuelas y sus primas un hecho completamente reprobable que es objeto de crítica permanente siempre que las ve, a través de frases del tipo: “pero, ¿comes?”, “¡venga, come!”, “¿es que te has puesto a dieta?”, “pero, ¿no comes?”, “¡qué demacrada estás!”, “¡vamos, come, come, come!”, dichas todas ellas con ese ligero acento siciliano que transforma esas sencillas secuencias de palabras en pequeños u preciosos camafeos lingüístico-culturales. ¿Qué les pasa? ¿Por qué razón el hecho de que Teresa se encuentre en tan buena forma desencadena tamaña avalancha de reacciones? Con toda seguridad habréis presenciado también esta clase de conversaciones que algunas mujeres con sobrepeso suelen entablar con otras féminas más jóvenes y más delgadas que ellas. Lo sorprendente es que en pocos segundos más delgadas pasa a ser demasiado delgadas y, a partir de ahí, no se escatiman epítetos. Una vez más: ¿qué problema tienen? Cuántas veces me gustaría responderles: “Estate tranquila. Eres hermosa tal como eres, siempre y cuando estés contenta con tu condición física y tu peso”. Sin embargo, no se puede hacer eso, puesto que nuestra interlocutora, que no cree que tenga sobrepeso y, por tanto, espera que engordemos como ella, se lo tomaría a mal, pero que muy mal. Incluso el mero hecho de intuir qué problema les hace comportarse así disuelve la propia conversación y nos permite responder con esa sonrisa apenas esbozada, esa pequeña arruga al lado de los ojos que, por sí sola, dice más que mil palabras. La cuestión es que, como hombres y mujeres, no estamos ni demasiado gordos ni demasiado flacos. Pesamos exactamente lo que queremos pesar y, sobre todo, no deseamos que nuestro peso real y preferido –el que escogemos con las opciones alimentarias por las que nos inclinamos cada día– sea tema de conversación ni objeto de juicio o valoración por parte de la primera persona que se nos acerque. La vara de medir no se puede externalizar, no la pueden fijar los demás. ¿Y quién debería fijarla entonces? Es la infame maldición del adverbio que una vez más hace fracasar el diálogo: “pero, ¿demasiado para quién? Y tú, ¿cómo te atreves? Guárdate el “demasiado” para ti misma.”.”
Gracias al Dr. Víctor M. Pina por la traducción